Abluciones del corazón














Para el día de hoy (06/02/18):  
 
Evangelio según San Marcos 7, 1-13









Luego del regreso del pueblo de Israel del destierro en Babilonia, sucedieron dos acontecimientos importantes: por una parte, y de manera progresiva, los profetas fueron desapareciendo -y por ello es tan notoria e influyente la figura de Juan el Bautista en su irrupción en el momento justo-. Por otra parte, surge un grupo de estudiosos y eruditos exégetas de la Palabra de Dios, cuya actividad exclusiva es el estudio y la interpretación cabal de la Ley, y varios de entre ellos, a su vez, pertenecían a la corriente o secta de los fariseos. Eran muy respetados por el pueblo, y ante la ausencia de profetas y su creciente influencia, con el correr de los años se transformaron en la voz canónica y oficial en la lectura de la Ley y, por ende, de la voluntad de Dios.

El Evangelista, como en el día de ayer, continúa situándonos en el valle de Genesaret, en donde el ministerio del Maestro es tan amplio, masivo e irrestricto. Por ello, sumado a las voces ferozmente críticas de los fariseos locales a sus acciones y enseñanzas, que bajen desde la misma capital Jerusalem en un viaje de más de cien kilómetros unos escribas es un signo ominoso. El peligro se percibe en el ambiente, y refiere a la preocupación de las autoridades religiosas por la influencia y el prestigio crecientes de ese rabbí galileo.
En cierta manera, se hace presente el martillo rápido y eficaz de la ortodoxia, dispuesto a suprimir sin vacilaciones los desvíos, las sub-versiones de la fé del pueblo de Israel.

Es menester señalar que a través de décadas, estos doctores de la Ley -así también eran conocidos- habían pergeñado un cúmulo de normas, preceptos y rituales, interpretaciones de interpretaciones de la Torah que a través del tiempo se convirtieron en una sólida tradición, tanto o más importante que la misma Palabra.

En esa tradición, cumplían un rol fundamental las abluciones, es decir, los ritos de purificación de las manos previos a la ingesta de los alimentos, así como también la limpieza de los objetos anexos a tal fin. Ello no respondía a cuestiones higiénicas o sanitarias, sino que eran puro ritual que separaba estrictamente puros -es decir, meritorios de la bendición de Dios- de los impuros -es decir, malditos o pecadores-. En es orden de ideas es que critican la actitud de varios de los discípulos, que omiten dicho lavado de manos, y la crítica es un tiro por elevación a Jesús de Nazareth en su condición de Maestro.

Hemos de mencionar también el fervor piadoso de escribas y fariseos. Ellos se aferraban con tesón a las cosas de su Dios, lo que jamás ha de ser censurable en cualquier ámbito religioso. Más el problema mayor, lo verdaderamente grave es que en esos afanes, suplantaron la Palabra Viva de Dios por tradiciones netamente humanas, deificando y sacralizando costumbres que sólo remiten al gesto externo pero que reniegan de lo que bulle en los corazones y, peor aún, se alejan de Aquél que todo ilumina e inspira. Esas tradiciones son traiciones pues pretenden en su soberbia rebajar la eternidad de un Dios que se comunica con el hombre.

Es una hipocresía, una máscara que se adecua y se quita según conveniencia, y el Maestro no se calla.

Porque es el tiempo santo de la Gracia, y para nuestros asombros y todas las maravillas del universo, la purificación no se obtiene mediante la acumulación de actos y gestos puntillosamente piadosos: los corazones se transparentan por la insondable e infinita acción de la Misericordia de Dios en conjunción amorosa con la fé del creyente.

Dios tiene las primacías, siempre se acerca, siempre está en nuestra búsqueda.

Por eso quizás lo santo comience por honrar, en cada día de nuestras escasas existencias, esa vida que se nos ha concedido. Cuidar y engrandecer lo que es humano -imagen de Dios-, proteger la vida, sembrar la alegría y la esperanza. Porque el culto verdadero y el ritual primordial es la compasión.

Paz y Bien

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