Cielos abiertos para siempre, esperanza de una tierra nueva












El Bautismo del Señor 

Para el día de hoy (07/01/18) 

Evangelio según San Marcos 1, 7-11







Juan el Bautista vivía en el desierto, y bautizaba a orillas del río Jordán, y allí se congregaba las gentes en un número creciente.
Hay un desplazamiento notable desde el Templo de Jerusalem con su imponencia, su belleza, su oro y sus lujosas piedras talladas a la vera de un río. Y como si no fuera suficiente, pasamos de los sacerdotes con sus ropas rituales específicas, los humos del incienso y de los sacrificios, la erudición acumulada hacia un hombre sencillo, pobre de toda pobreza que se reviste de pieles de animales, que se alimenta de insectos y miel silvestre, y que no cita a autores famosos, ni tiene la pretensión de enseñar nada.

Él es un profeta: tiene cosas de parte de Dios para decir, y aquí el mensaje es más importante que el mensajero, él mismo. No realiza un ritual tabulado, regulado por normas específicas. El hace el más sencillo de los gestos, bastante infrecuente en la religión de aquel tiempo.
El bautismo de Juan es simbólico más que ritual: el mismo término bautismo significa, literalmente, sumergir.
Así entonces el bautismo tiene un doble cariz simbólico de muerte bajo el río para emerger a una vida nueva y definitiva.. Por ello el bautismo de Juan es un bautismo de conversión, de dejar atrás lo que ya no es para renacer a una vida recreada por el perdón.

Jesús de Nazareth se encamina por entre la multitud, humilde y silencioso -es un joven campesino galileo, muy pobre-, como uno más, esperando recibir el bautismo de Juan.
El encuentro entre esos dos hombres jóvenes -recordemos que se llevan apenas seis meses de diferencia- es difícil de relatar, como tan inexpresable han de ser las miradas profundas que se cruzan entre ellos. El que trae el bautismo definitivo, la vida renacida, acude a ser bautizado.

Allí está el signo definitivo, signo de cielos abiertos, esperanza de tierra nueva, de corazones renacidos, de descubrirnos hijas e hijos queridísimos por un Dios que se desvive por nosotros.

Un Dios que camina como un igual, como un compañero, como un vecino, como un hermano entre esta multitud de gentes que buscamos vivir plenamente, que nos reconocemos menoscabados por estas miserias en las que gustamos sumergirnos y que llamamos pecado, un Dios que nos acompaña a renacer, a vivir felices, Dios con nosotros.

Paz y Bien

2 comentarios:

FLOR DEL SILENCIO dijo...
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Walter Fernández dijo...
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