Dios de todas las alegrías



Para el día de hoy (06/11/14) 

Evangelio según San Lucas 15, 1-10 


El Evangelio para el día de hoy nos presenta una constante en todo el ministerio de Jesús de Nazareth, y es que publicanos y pecadores se acercaban a Él con confianza y esperanza para escucharle. Muchos de ellos compartían su mesa, y eran tratados de modo fraternal, sin aplicar excepciones ni rótulos.

Es menester tener en cuenta quienes son estas gentes que siguen al Maestro y que tanto inquietan a escribas y fariseos.
Por un lado, los publicanos eran quienes recaudaban los tributos impuestos por el ocupante imperial romano; además de ser vistos como infames traidores -casi todos ellos eran judíos-, se les consideraba contaminados por el contacto tanto con la moneda y con los mismos extranjeros. Además, aprovechaban su condición -el cobro de los tributos se apoyaba en la potencia de las legiones, pues la evasión se catalogaba como sedición- y de este modo a los duros gravámenes añadían sumas extorsivas que acumulaban en provecho propio. A causa de todo esto eran fervorosamente odiados por sus paisanos y encasillados en una categoría moral abyecta por las autoridades religiosas, por lo cual su vida se reducía, fuera de sus tareas, al contacto con sus pares, sin posibilidad de participar en la vida comunitaria y religiosa.

Por otro lado, los pecadores: superficialmente, muy pocos, o tal vez nadie, quedaría exento de ese rótulo. Pero en la cultura de la Palestina del siglo I, el término refería a los pecadores públicos, es decir, a aquellos cuya conducta es anatema o al menos reprochable pues es de público conocimiento. Como ejemplo típico, ubicaríamos en este esquema a las prostitutas y a las mujeres sorprendidas en adulterio, y no es para nada casual que en ambos casos hablemos de mujeres, toda vez que no poseían derechos legales ni religiosos, y su existencia estaba sometida a los deseos del varón y a la gestación y crianza de los hijos.

En los dos casos, publicanos y pecadores, estaban condenados al ostracismo y el repudio constantes, además de verse imposibilitados de cualquier participación religiosa. De un modo más simple, eran malas compañías para cualquier persona de bien, gentes que ni por asomo se invitaría a cenar.
Por eso mismo las murmuraciones indignadas de escribas y fariseos; es poco veraz colocar a estos hombres como si fueran villanos de algún filme. En realidad, eran profundamente religiosos y muy celosos de la fé de Israel de la que se consideraban custodios a través del estricto cumplimiento de la Ley mosaica y de los preceptos instaurados: el problema es que en esos afanes se habían vuelto ciegos de ver la viga en el propio ojo, y relegaron a un plano muy posterior al Dios que inspiraba esa ley y esas normas. Así entonces el Maestro se les aparecía como un peligroso agitador, un heterodoxo desequilibrante y un blasfemo.

Pero a Cristo no lo detenían los peligros tácitos que la postura de esos hombres generaba. En el tiempo nuevo de la Buena Noticia, Jesús de Nazareth enseña a todos el rostro cordial de un Dios Padre y Madre que se desvive por todas sus hijas e hijos, un Dios que sale al encuentro de la humanidad, un Dios infinito y eterno que se deja encontrar en Cristo y cuyo rostro se revela en los pequeños, un Dios afabilísimo del cual brotan todas las alegrías, comenzando por el gozo inconmensurable del perdón, de recuperar para la vida a aquellos que han muerto en sus almas a causa del pecado, Dios de justicia y de celebración de la existencia que es don y es misterio de gracia y bondad.

Paz y Bien
 


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