La Regla de Oro y la oración



Para el día de hoy (13/03/14):  
Evangelio según San Mateo 7, 7-12




La llamada Regla de Oro tiene muchos siglos de antigüedad, inclusive persiste en numerosas culturas desde mucho antes del nacimiento de Cristo: refiere a principios éticos y morales de reciprocidad que propenden a la convivencia pacífica y justa entre las personas.

Sin embargo, en su gran mayoría prima su enunciación negativa, al modo de no hacer a los otros lo que no quieres que te hagan a tí mismo. Se trata de una cuestión básica y fundamental, propia del sentido común... aún cuando éste sea el menos común de los sentidos.
Pero el Maestro invierte la negatividad expresada, y esta regla de oro se transforma en una afirmación positiva y, por tal, proactiva, pues supone un salto enorme desde la pasividad de no hacer algo malo -primum non nocere, primero no hacer daño- a vincularse con el prójimo haciendo el bien, y ese camino que Jesús define como la Ley y los profetas es el modo de abrir las puertas a la fraternidad, a la justicia, a la comunidad, a la convivencia pacífica y fructífera que conocemos como comunión.

Aún así, es menester despejarnos de toda tentación de abstracciones. Se trata de acciones concretas y de realidades tangibles que surgen del asombroso acontecimiento mismo de la Encarnación, Dios-con-nosotros.
Es ese Dios que se hace hombre y que se queda con nosotros, Jesucristo, el que no se ha quedado quieto ni observa lo que nos pasa a una distancia insalvable, sino que se pone en movimiento, toma la iniciativa y se acerca en cordialidad salvadora.

De Dios son todas las primacías, los pasos primordiales, la primera palabra.
Es ese Dios el que nos habla con bondad de Padre y afecto de Madre, y por ello mismo la oración, antes que nada, es respuesta a su llamado primero.

Orar es ponerse en la misma sintonía eterna de Dios, una eternidad que comienza en el aquí y el ahora.
Orar es descubrirnos mendigos de la misericordia, mínimos y vulnerables -todos, sin excepción- heridos de angustia, lastimados de pecado, dependientes de todo.

El Dios de Jesús de Nazareth es un Dios de pan y peces, de tinajas llenas de vino para que la vida sea una fiesta.
Por eso oramos verazmente abandonando pretensiones egoístas y de satisfacción de deseos menores. Oramos porque se hace posible el encuentro definitivo que ese Dios ha propiciado bondadosamente, por amor paternal, que siempre escucha, que prodiga el bien, que no tiene horarios ni condiciones.

Suplicamos y pedimos porque nos reconocemos carentes y necesitados. Buscamos porque estamos incompletos y tenemos hambre de luz y verdad. Llamamos porque sabemos que toda puerta ha de abrirse, aún la más trabada, aún la que parece infranqueable.

Oramos porque nos reconocemos hijas e hijos.

Paz y Bien

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