El desbordante amor de Dios



Para el día de hoy (22/03/14):  
Evangelio según San Lucas 15, 1-3. 11b-32

 

De una manera ligera, en esta lectura podríamos llegar a considerar que hay, al menos dos parábolas referidas a cada uno de los hijos.

El hijo menor que busca de afanes vanos, reniega de su padre y dilapida su existencia, que no es otra su fortuna. Llega al extremo de ignorar a ese padre anticipando su muerte, una muerte en su corazón, y es por ese mismo motivo que reclama la porción de la herencia que le corresponde legalmente -un tercio- en su calidad de hijo menor. Lo que no se explicita y que es bastante obvio, que una herencia ha de reclamarse por los herederos cuando fallece el testador. 
En el plano simbólico, el hijo menor se vá a un país lejano, de un modo muy diferente al del emigrante que se vá de su patria en busca de un futuro mejor; este hijo se diluye en una vida licenciosa que supone ilimitada, pero a la vez rompe abruptamente con sus raíces, y ello implica que también se disuelve su identidad y que reniega de sus antepasados, de su historia.

-es significativo, muy significativo, que llamemos precisamente a la Palabra de Dios Testamento, antiguo y nuevo-

Volvamos al hijo menor: lo que imaginaba inacabable se termina, se queda sin un cobre y, para peor, una gran hambruna azota la región en donde se ha establecido. Sólo puede trabajar como porquerizo, cuidando los cerdos, y para un hijo de Israel es una de las indignidades mayores, expresamente prohibida por la ley de Moisés. Hasta envidia el alimento menor de la piara, que nadie le ofrece.
Su regreso es obligado, más no regresa como hijo. Lo impulsa el hambre, la soledad y el desamparo, y tal vez cierta carga de conciencia culposa, y es por ello que todo el camino vá ensayando el discurso que prepara para suplicarle al Padre un puesto como jornalero. Ni imagina volver a ser hijo.

El hijo mayor parece el epítome del muchacho anterior, el opuesto. Toda su vida ha cumplido con exactitud lo que le han mandado, ha trabajado hasta deslomarse, y nunca se le ha reconocido nada, ni siquiera algún premio por esa fidelidad para celebrar con amigos. He ahí el gran problema: este hijo mayor se ha comportado como un observante puntilloso y obediente de las órdenes, y espera su premio, su salario. No se considera un hijo, sino más bien un jornalero que siempre pondrá distancia entre el patrón al que, apenas y a penas, llama padre.
El sonido de la música y la celebración, a su regreso del campo, se le hace emboscada antes que festejo. Supone que al que ha regresado le corresponde un justo y adecuado castigo, que por lo menos beba la misma hiel que derramó, el sabor salobre de muchas lágrimas doloridas. Al no querer ingresar al hogar, se autoexcluye en su enojo y soberbia, y hasta considera al menor como ese hijo tuyo, negándole así su condición imborrable de hermano.

Sin embargo, el hilo conductor y lo que realmente decide -literaria y teológicamente- es la actitud del Padre.
No cuenta las torpezas y ofensas del hijo menor: fija su atención en el horizonte añorando el regreso del hijo amado y perdido. Y no se conforma al intuirlo caminar, andrajoso, en el sendero del retorno. Sale corriendo desaforado a su encuentro: no le importan protocolos ni el qué dirán -a un patriarca se le exige como norma cierta compostura-. Él sale impetuoso e imparable porque el hijo ha regresado, y por ello no hacen falta discursos elaborados ni fórmulas que obtengan unas migajas de perdón. Este Padre abraza, besa, viste de fiesta al hijo, a los parientes, a sus trabajadores y amigos, comparte la alegría con todos porque es motivo de celebración: ese hijo había perdido no solamente fortuna, sino identidad y dignidad. Ya no será un esclavo, sino que volverá, a pesar de todas las miserias que eligió, a ser un hijo con todos sus derechos por la ley primera del amor, por esa misericordia imposible de medir.

El amor de Dios es el amor desbordante de este Padre que también se des-vive por el hijo mayor, porque quiere la familia congregada, plena, feliz. Porque no hay motivo de reconvención o queja, sino de celebrar que Dios nos sale constantemente y a toda velocidad al encuentro de nuestros corazones errantes.

Paz y Bien

1 comentarios:

Salvador Pérez Alayón dijo...

Hola Ricardo, espero te encuentres bien junto a toda tu familia. Hermosa reflexión a la que poco se puede agregar. Sólo magnificar ese Amor del Padre que todo lo perdona, lo acepta y lo disculpa y que simplemente quiere nuestros pecados para purificarnos, perdonarnos y salvarnos.

Un fuerte abrazo en Xto. Jesús.

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