Volverse vulnerables




Para el día de hoy (07/08/13):  
Evangelio según San Mateo 15, 21-28



(Hay una realidad innegable, y es que Jesús de Nazareth era judío hasta los huesos, por crianza, por sus mayores, por la cultura en donde creció, por pertenecer a un pueblo. 
La pertenencia a una cultura determinada implica, casi necesariamente, un horizonte de limitaciones racionales, es decir, una mente acotada. Por ello no le eran ajenas ni las antiguas tradiciones de Israel, ni los preceptos religiosos ni la ideología imperante, más allá de que prestara su acuerdo o renegara de ella. Jesús de Nazareth es un varón cabal del Pueblo Elegido.

Así, narra el Evangelio de Mateo que se retira hacia los territorios de Tiro y Sidón: estas zonas estaban bajo soberanía de Israel vía ocupación militar. Sin embargo, por el frecuente contacto con pueblos extranjeros, era zonas siempre sospechosamente tildadas de impuras, heterodoxas, ajenas, pues durante siglos fueron territorios de fenicios y filisteos, enemigos jurados y perpetuos de Israel. Así entonces los judíos denominaban a los habitantes de tales zonas cananeos, que en una de sus acepciones significa traficante, mercader menor: la etimología misma es rótulo clasificatorio de desprecio.

En ese espacio que usufructuaban pero que consideraban impropio de su fé, sucede un escándalo. Una mujer cananea dirige su súplica al Maestro a pleno grito, y es menester detenerse aquí: para la cultura y la religión de su tiempo, ninguna mujer podía dirigirse sola y en público a ningún varón que no fuera o su esposo o su hijo. Actuar en contrario implicaba ser considerada una mujer de dudosa moralidad -quizás desde ese entonces venga la adjetivación de mujer pública-, y por ello ningún varón judío que se preciara de recto habría de dirigirle la palabra ni prestarle oídos. De allí también la airada reprensión por parte de los discípulos, que al obvio rechazo añadían la intolerancia de los gritos molestos, además de que esa mujer desubicada, para colmo de males, era una extraña, una extranjera, una impura.

Jesús es un vástago auténtico de su pueblo, y por eso en un principio calla frente a los gritos de esa mujer. Más luego no vacilará en reprenderla con inusual e insospechada dureza: en su mentalidad tradicional, su misión está acotada a los hijos de Israel, a nadie más. Es expresión exacta de la ortodoxia imperante.

Pero los gritos molestos provienen de una madre que sufre por su hija enferma y que en sus entrañas sabe que en ese rabbí judío puede encontrar liberación para su alma agobiada, salud para su cuerpo, unas migajas de compasión. No es puntillosa y también cae en las tradiciones que seguramente ha escuchado por allí: por eso se dirige a Jesús como Señor, Hijo de David, rótulo político de carácter mesiánico que para nada agradaba al Maestro, y es el título que gustaban esgrimir los mismos que fundamentan los parámetros que excluyen y repudian a esa mujer.

Esa mujer carece de protección alguna, y aún así debe velar por la salud de su hija enferma. Esa mujer está sumida en la exclusión a causa de un desprecio estructurado y un ninguneo militante. No puede ser más débil.

El corazón de Jesús es sagrado e inmenso, y su misericordia aflora en su capacidad entrañable de volverse vulnerable para con los que sufren, cualquiera sea su origen, procedencia, color, género, religión, ortodoxia o heterodoxia.
El milagro acontece porque se conjuga la infinita misericordia de Dios que expresa Jesús de Nazareth y la fé incoercible de una madre que ama.

En estos tiempos tan igualados en miserias, tan parejos hacia la nada, hemos de volver a con-movernos, a que nos queden expuestas las costillas que ocultan nuestros corazones. Porque donde hay sufrimiento y dolor, hay hambre y sed de buenas noticias y consuelo y compasión, y precisamente eso y no otra cuestión es la Evangelización)

Paz y Bien



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