Naím


Para el día de hoy (09/06/13):  
Evangelio según San Lucas 7, 11-17


(Un cortejo fúnebre, en cualquier momento de la historia, no es un suceso agradable, y frente a ello son varias las posibles actitudes a adoptar.
Se puede pasar de largo, el luto es gravoso, lastima, hace mal, pura cosa de muertos. 
Se puede acrecentar el dolor, incrementar los crespones negros, magnificar el llanto.
Se puede también razonar acerca de la muerte, de sus causas y consecuencias.

A la puerta de Naím se acercaba el Maestro y también la doliente caravana camino a una tumba a inaugurar. Esas gentes portan en sus hombros un ataúd; es uno el cadáver, son dos los muertos.

A uno de ellos lo ha sorprendido la muerte en su juventud apenas florecida. Es una vida cercenada sin razón, un árbol que no dará frutos, proyectos que no sucederán, esperanzas truncas. 
A la otra, la han aniquilado el dolor y la injusticia. No hay nada más contrario a toda existencia cumplida que sepultar a un hijo. Pero esa mujer socialmente ya estaba condenada apenas y a penas a la supervivencia. Es mujer, y depende en todo del varón, y el varón que la define e identifica -su esposo- se ha muerto, librándola a la suerte incierta de la viudez y el desamparo. Y ahora, quien podría justificar y sostener su identidad -su hijo- también ha caído en las sombras de la muerte. Ella es una muerta en vida, y se ha muerto tres veces, muerta por mujer, muerta por viuda, muerta por quedarse sola sin el hijo.

Pero pasa Jesús de Nazareth, y es el paso salvador de Dios por la vida, la Pascua que restituye, restaura y asombra.
Él podría haber adoptado cualquiera de las actitudes usuales. Pero el Señor no es usual ni se somete a nuestras razones más convenientes.

Cristo se detiene. El dolor de los demás no le resbala, el sufrimiento lo mueve y conmueve, y es mucho más que una beneficencia del querer dormir con la conciencia aquietada. Son entrañas de misericordia y es rebeldía santa frente a los imposibles sobre los que solemos pontificar.

En Naím varios milagros suceden.

Él toca el ataúd, y es una magnífica insolencia frente a los tabúes de exclusión establecidos; quien tocara a un cadáver o algo relacionado directamente con ella, se convertía en un impuro, en un indigno, y por tanto debía separarse de la vida social y comunitaria. 
Él restituye dos vidas: la del muchacho pronto a ser sepultado, y la de esa mujer, con esas muertes que no dejarán de aplastarla.

Frente a todos los signos de muerte, frente a la muerte misma, cuando el dolor y el sufrimiento se hacen presente, no podemos seguir pasando de largo.

En estas nadas que somos, llevamos la cierta esperanza de que cuando Dios se hace presente, la vida crece y la muerte retrocede y se disipa, y es una noticia maravillosa.)

Paz y Bien

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