Traiciones


Martes Santo

Para el día de hoy (26/03/13):  
Evangelio según San Juan 13, 21-33. 36-38


(Es una tarea ímproba describir con precisión las cosas que se agolpaban en el corazón del Maestro esa noche, en esa última cena junto a sus amigos. Es un hombre solo, en esa Ciudad grande que hace poco lo ha recibido entre vítores y algarabía, y ahora se cierra en una noche de dolor y muerte, de espanto y humillación.

Es un hombre solo a pesar de que está rodeado de amigos.

Se ha reflexionado y escrito mucho acerca de la traición de Judas, y en la mayoría de los casos con palabras sabias y con una profundidad de la que aquí se carece.  Por ello, nos detendremos en algunas cuestiones evidentes.
Por un lado, lo obvio que tan a menudo se nos escapa: la traición sucede siempre en y a partir de quienes confiamos, en quienes creemos. No nos traiciona un desconocido, un ajeno: la traición surge a partir de lo propio, a menudo de quien amamos. Ese quebranto es lo que la hace más dolorosa.
El Maestro había compartido cada segundo del día durante tres años, y más aún: se había brindado a esos hombres por entero, sin reservas, con una paciencia inconmensurable. Sin embargo, todos ellos no llegaron a comprenderlo, y deberían hacer su propio éxodo con la Resurrección de Jesús.

En ese horizonte acontece la primer traición -nadie como el Maestro para leer los corazones-. Judas Iscariote era depositario de una enorme confianza, como discípulo y como ecónomo del grupo. Él guardaba los recursos y repartía las limosnas en nombre de todos, y así y todo lo entregará al Sanedrín.
Quizás sea oportuno otro momento en el cual ahondar en las treinta monedas de su entrega: los amores no se venden, no tienen precio. Él tampoco había aceptado en el fondo de su alma a un Mesías pobre y humilde, un hombre de paz que llama a Dios su Padre, un hombre que reniega de cualquier violencia, un hombre al que no le interesan fama y poder, un hombre que habla de una liberación muy distinta a la que ansían sus paisanos judíos, un hombre que se lleva por delante la Ley y los preceptos en nombre de una Buena Noticia que no llega a aceptar del todo, un hombre que quebranta todas las tradiciones de sus ancestros, tan férreamente instauradas a través de siglos.
Había que tener coraje para andar con ese hombre, y en parte, es razonable que Judas se presente al Sanedrín para venderle: el Sanedrín representa lo establecido, la ortodoxia, lo conocido, la tradición que conlleva seguridades.
Jesús de Nazareth es como un mar sin orillas.

No obstante, el Maestro -aunque conoce sus intenciones- no ha de quemarlo frente a los otros once. Aún con ese quebranto infernal, le sigue brindando su amistad y su vida misma, y por eso le ofrece su pan, su existencia. Pero no hay modo: el Iscariote elige libremente la contraria, y por eso se sumerge en la noche. Toda traición ensombrece cualquier alma, la del que traiciona y la del traicionado.

En esa noche cerrada, precisamente allí se manifestará la gloria de Dios, que es la fidelidad eterna a ese amor que tiene por toda la humanidad, por todas sus hijas e hijos, por los leales y los traidores, por buenos y malos, Dios fiel más allá de toda razón, y su gloria será morir crucificado para que el hombre viva.

Ahora bien, Judas no será el único que ha de traicionarlo.
Simón Pedro, siempre ostentoso y voluble, se declara presto a seguirle y a dar su vida por Él. Allí está su quebranto, pues monologa: en su discurso -es decir, en su pensamiento- no hay lugar para sus hermanos, para el Reino, para ese Cristo que es su Señor y su amigo. Él también será rápido a la hora de negarlo.

Los otros se dispersarán, fugitivos del miedo, acosados por el espanto y la derrota. Ellos también traicionan, ellos también lo dejarán morir en soledad.

Nosotros también solemos actuar así. Frente a la radicalidad del Reino, gustamos de ofrecer a ese Cristo Redentor a los tentadores tribunales de esquemas e ideologías en donde impera la injusticia, en donde no hay lugar para la compasión, en donde toda noticia, necesariamente, jamás ha de ser buena ni nueva.
Nosotros también nos desgañitamos afirmando lealtades y pertenencias, pero somos gallos veloces cuando los temores se asoman.
Nosotros no solemos mostrarnos como ese Jesús de la paz, de la humildad, del servicio, de la vida ofrecida incondicionalmente por y para los demás.

Con todo, Él nos sigue llamando amigos, hijos, hermanos. Siempre hay tiempo para el regreso, para la mesa compartida, para el pan que se nos brinda abundante e ilimitado, la vida renovada y plena, para salir de la noche, para que venga clareando -aunque sea a duras penas- el horizonte santo de nuestra Salvación)

Paz y Bien


0 comentarios:

Publicar un comentario

ir arriba