Ayes citadinos

Para el día de hoy (22/11/12):  
Evangelio según San Lucas 19, 41-44
(Jesús de Nazareth, Cristo de Dios, es también un hijo cabal de su pueblo, judío hasta los huesos.
Va peregrinando hacia la Ciudad Santa, en donde se encontrará y aceptará sin dudarlo el horror de la cruz, una Pasión que se entreteje con un amor definitivo para transformar la muerte en vida.

A las puertas de Jerusalem, Jesús de deshace en un llanto dolorido: ama a esa ciudad tanto como ama a su Patria, y sabe desde las honduras de su corazón sagrado que en unos años más de esa ciudad no quedarán más que ruinas humeantes, la humillación de un ejército imperial que hollará sus calles y su pueblo muerto, disperso o reducido a la esclavitud.

Esa ciudad, con ese Templo inmenso rebosaba de pompa y boato, de magnificencia y poder: sin embargo, ritos ampulosos y culto estricto, poder religioso y belleza arquitectónica pretenden mostrar y demostrar la gloria de Dios cuando en realidad la esconden. En sus piedras pulidas y talladas se oculta la violencia, la exclusión, el desprecio, la injusticia y una sordera militante que reniega de la Palabra de Dios.
Es que para Jesús de Nazareth la gloria de Dios se expresa en el amor y en el servicio y se descubre en los pequeños y humildes.
Treinta años después, el llanto del Maestro quedaría explicitado: las legiones romanas, primero al mando de Vespasiano y luego comandadas por Tito, arrollarían con la ciudad y sus habitantes, y del Templo de Jerusalem sólo quedaría en pié un muro externo, que hoy conocemos como Muro de los Lamentos.

Nada esto nos es ajeno: a menudo, nuestras ciudades desbordan fasto y tecnología pero a la vez carecen de piedad, de compasión, de corazón, y reniegan de cualquier ofrecimiento de paz verdadera.
Porque la paz es mucho más que la ausencia de guerra o conflictos, la paz florece y se crece en ámbitos en donde se escucha al otro, en donde la plenitud es posible, allí en donde hay hambre y sed de justicia.

Nuestras ciudades, y esta ciudad que llamamos Iglesia, a menudo merecen llantos copiosos, porque renegamos del paso salvador de Aquel que nunca nos abandona)

Paz y Bien


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