Mansos testigos del Cordero

Para el día de hoy (16/01/11):
Evangelio según San Juan 1, 29-34

(La lectura orante y silenciosa de la Palabra par el día de hoy puede llevarnos, en primer lugar, a un signo sensible y cercano: el Bautista es el protagonista central aún cuando habla de Dios, de Jesús, del Espíritu Santo.
Juan es un protagonista extraño, que ansía minimizarse para que resalte precisamente el Mesías y sus palabras honestas y brillantes atraviesan en entramado de la historia; desde esa atención primera, no hay destinatarios evidentes de ese testimonio que está dando. No hay mención explícita a bautizandos, escribas, fariseos, funcionarios herodianos, discípulos suyos. Quizás por ello mismo, los auténticos destinatarios somos todos nosotros, mujeres y hombres que intentamos escuchar la Buena Noticia en el transcurrir de los siglos.

Juan está señalando al Mesías, al Redentor, a Aquél que es nuestra Salvación desde su misma señal: es el Cordero de Dios.
No es el águila imperial, no es el león de realezas. Es un pequeño y frágil cordero que se ofrece en sacrificio por los demás.

Pequeñísimo y débil, no parece tener demasiadas posibilidades de nada excepto la de verter sangre en el degüello; sin dudas, lo suyo no es el imponer nada a través de la fuerza y desde la violencia y el poder.
Sin embargo es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo: no es un eficiente perdonador de faltas particulares, individuales, sino más bien un eficaz liberador que es capaz de poner sobre sus hombros todo lo que oprime y deshumaniza, la raíz de todo mal, y quitarlo de estos campos yertos desde el sacrificio voluntariamente aceptado.

Ese sacrificio no es sumisión automática, inercia no consciente, ofrenda miedosa a un cruel Moloch hambriento de niños. Ese sacrificio es pura cuestión de amor, y es precisamente el amor extremo -la generosidad en la ofrenda de la vida por los demás- la fuente de la liberación.

Al hablarnos directamente a cada uno de nosotros, Juan nos pone en una situación complicada para nuestros egos, y peor aún, para ciertos vicios eclesiásticos profundamente enraizados.
Pues tenemos una misión concreta que es la de disminuir hasta desaparecer -anonadarse- para que Él crezca, ser mansos testigos del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

Ese Cristo inmolado por la liberación de la humanidad entera es nuestro punto de partida y nuestro destino misionero.

Debería ser ajena a nosotros toda imposición, toda cuestión resuelta mediante el poder y la fuerza, toda violencia.
No hay justificativo alguno para derramar sangre -ni aún con la más justa de las causas- excepto la propia, y para que otro viva, y viva pleno. Porque ninguna víctima propiciatoria, ningún chivo expiatorio será agradable a la paloma del Espíritu que quiere hacer nido en nuestros corazones porque el tiempo se ha vuelto santo, tiempo de Gracia y Misericordia, era de liberación de toda la humanidad.

De algún modo, somos aún esclavos del éxito y el poder. El águila imperial y el león real siguen tentándonos.
Pero la Iglesia -tú y yo, todos- ha de ser testigo manso del Cordero Santo, es decir, vidas entregadas en ofrenda perpetua por la liberación de cualquier opresión que hace retroceder en humanidad, mujeres y hombres felizmente perdedores, renegados conscientes de todo aquello que no sea entregarse, darse sin medida, solidaridad que trasciende, ofrenda que de tan pequeña se vuelve infinita)

Paz y Bien



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