La mesa grande


Para el día de hoy (15/01/11):
Evangelio según San Marcos 2, 13-17

(Las gentes acudían en gran número a escuchar al Maestro galileo. En la montaña, en un prado, en el desierto, a orillas del mar, Él siempre estaba dispuesto a enseñar, y la multitud ansiaba beber sus palabras, alimentarse de lo que les contaba.

Era sin dudas un rabbí extraño: no transmitía doctrina, no citaba autores, no frecuentaba cánones y normas. Más aún, tampoco intentaba instaurar una religión alternativa a la oficial... no pretendía instaurar religión alguna -porque quizás eso sea nuestro-.
Él les anuncia la Buena Noticia de Dios. Desde el más profundo y arraigado de los saberes -sus propias vivencias, sus experiencias profundas- les vá revelando el rostro impensado de un Dios que es un Padre bondadoso que se des-vive por todas sus hijas e hijos.
Y las gentes estaban conmovidas en sus corazones, a tal punto de volverse capaces de hacer cualquier cosa con tal de escucharlo: lo que Él sabe y conoce sin dudas proviene de vivir en contacto permanente con Dios. Más todavía, Él sólo podía hablar así por conocer a Dios desde su misma interioridad, por vivir en Dios y porque Dios moraba en Él.

Además, sabían que había algo más: Jesús no se limitaba a contar acerca de ese Padre Misericordioso, sino que todas sus acciones y sus gestos reflejaban con exacta precisión esas palabras que transformaban la existencia desde la misma raíz...

Leví estaba en la categoría de los más despreciados: era un hijo de Israel que como funcionario público trabajaba subordinado a la potencia imperial romana, recaudando entre sus paisanos impuestos para pagar tributos al César; y un empleo así a menudo es fuente de abusos y corrupción. Por eso mismo los recaudadores de impuestos -publicanos- estaban catalogados en la misma categoría moral de las prostitutas.

Pero sólo Jesús tiene una mirada profunda capaz de atravesar los velos del tiempo; con todas las sombras que puedan estar instauradas, Él puede ver más allá, a esa pequeña luz que siempre palpita a pesar de todo, e imagina a cada uno de nosotros en toda nuestra plenitud, viendo lo que somos y cómo somos y todo lo que podamos llegar a ser. Más sencillamente, cual es el modo de ser felices.

Cuando Él pasa, la muerte se vá al destierro, y quien estaba postrado en sus propias miserias -a menudo conscientemente elegidas- se pone de pié. Es signo cierto y anticipo perfecto de la Resurrección, cuando de modo definitivo la muerte dejará de tener la última palabra, cediendo inefablemente el paso a la Palabra.

Así Leví: frente al llamado, se siente reconocido en toda su dignidad y potencialidad, más allá de una realidad sombría, y descubre que ese Maestro le ha abierto una puerta nueva, eso que llamamos Salvación. Sin vacilar, se pone de pié y lo sigue, y se hace discípulo, es decir, otro Jesús. El bien y la bondad germinan y florecen sin detenerse, desde la humildad.

Estas cuestiones no pasan inadvertidas, y otros marginales -y marginados- se acercan al Maestro. Él los recibe a todos, no rechaza a nadie aún cuando pueda haber cometido lo que a nuestros ojos parezca tenebroso.
Más aún, se sienta a comer con ellos: su mesa estará integrada por pecadores hambrientos de Salvación y por obstinados discípulos, felices ladrones descubridores del Reino.

Quizás lo hemos olvidado: nuestra mesa -nuestro corazón- no suele ser la misma que la de Jesús. Hay muchos a los que expresamente rechazamos, instaurando normas e impedimentos, condicionantes y preceptos, separando falsas aguas de santos y pecadores.
Todos -sin excepción- dependemos en todo de la Misericordia de ese Padre bondadoso.

Allí mismo, desde esa tabla pequeña a la que llegamos a transformarnos, es imperioso volver a escuchar con ansias su Palabra. Como la multitud, hambrearnos fervorosamente de las ganas de descubrir a ese Dios Padre y Madre bondadoso que no quiere perder a ninguno de sus hijos, y busca a su vez que los suyos sean como Él)

Paz y Bien

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